Musica Para el Alma

miércoles, 28 de diciembre de 2016

una luz para mi

De los Sermones de san Bernardo, abad
(Sermón 1, En la Epifanía del Señor, 1-2: PL 133, 141-143)
CUANDO LLEGÓ LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS, SE NOS DIO TAMBIÉN LA PLENITUD DE LA DIVINIDAD
Dios, nuestro Salvador, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. Demos gracias a Dios, pues por él abunda nuestro consuelo en esta nuestra peregrinación, en este nuestro destierro, en esta vida tan llena aún de miserias.

Antes de que apareciera la humanidad de nuestro Salvador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el principio, pues la misericordia del Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo aún no la había experimentado y por eso eran muchos los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamente, de muchas maneras por ministerio de los profetas. Y había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción. Pero, con todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente experimentaba la aflicción y no la paz? «¿Hasta cuándo -pensaba- iréis anunciando: "Paz, paz", cuando no hay paz?» Por ello los mismos mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién ha dado fe a nuestra predicación? Pero ahora, en cambio, los hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe, pues, para que este testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor le ha puesto su tienda al sol.

Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él contiene; un saco que, si bien es pequeño, está ya totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad. Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente.

¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes deducir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, y cuanto más se anonadó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor. Dios, nuestro salvador -dice el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.
RESPONSORIO    Ef 1, 5-6b; Rm 8, 29
R. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos, * por pura iniciativa suya, para que la gloria de su gracia redunde en su alabanza.
V. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo.
R. Por pura iniciativa suya, para que la gloria de su gracia redunde en su alabanza.

Himno: SEÑOR, DIOS ETERNO
Señor, Dios eterno, alegres te cantamos,
a ti nuestra alabanza,
a ti, Padre del cielo, te aclama la creación.

Postrados ante ti, los ángeles te adoran
y cantan sin cesar:

Santo, santo, santo es el Señor,
Dios del universo;
llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.

A ti, Señor, te alaba el coro celestial de los apóstoles,
la multitud de los profetas te enaltece,
y el ejército glorioso de los mártires te aclama.

A ti la Iglesia santa,
por todos los confines extendida,
con júbilo te adora y canta tu grandeza:

Padre, infinitamente santo,
Hijo eterno, unigénito de Dios,
santo Espíritu de amor y de consuelo.

Oh Cristo, tú eres el Rey de la gloria,
tú el Hijo y Palabra del Padre,
tú el Rey de toda la creación.

Tú, para salvar al hombre,
tomaste la condición de esclavo
en el seno de una virgen.

Tú destruiste la muerte
y abriste a los creyentes las puertas de la gloria.

Tú vives ahora,
inmortal y glorioso, en el reino del Padre.

Tú vendrás algún día,
como juez universal.

Muéstrate, pues, amigo y defensor
de los hombres que salvaste.

Y recíbelos por siempre allá en tu reino,
con tus santos y elegidos.

La parte que sigue puede omitirse, si se cree oportuno.
Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice a tu heredad.

Sé su pastor,
y guíalos por siempre.

Día tras día te bendeciremos
y alabaremos tu nombre por siempre jamás.

Dígnate, Señor,
guardarnos de pecado en este día.

Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

A ti, Señor, me acojo,
no quede yo nunca defraudado. 


ORACIÓN.
OREMOS,
Dios todopoderoso, Dios invisible, que con la venida de tu Hijo has disipado las tinieblas del mundo, míranos con amor y ayúdanos a celebrar con nuestros cantos y alabanzas la gloria del nacimiento de tu Hijo. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén
CONCLUSIÓN
V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.