Abre, Señor, mi boca para
bendecir tu santo nombre; limpia mi corazón de todos los pensamientos vanos,
perversos y ajenos; ilumina mi entendimiento y enciende mi sentimiento para
que, digna, atenta y devotamente pueda recitar este Oficio, y merezca ser escuchado
en la presencia de tu divina majestad. Por Cristo nuestro Señor. Amén
TIEMPO ORDINARIO
LUNES DE LA SEMANA XXXI
Del común de pastores: para un santo obispo. Salterio III
4 de noviembre
SAN CARLOS BORROMEO,
obispo. (MEMORIA)
LAUDES
(Oración de la mañana)
INVITATORIO
(Si Laudes no es la primera oración del día
se sigue el esquema del Invitatorio explicado en el Oficio de Lectura)
V. Señor abre mis labios
R. Y mi boca proclamará tu alabanza
INVITATORIO
Ant. Venid, adoremos a Cristo,
Pastor supremo.
Salmo 94 INVITACIÓN A LA ALABANZA DIVINA
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.
Venid, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras.
Durante cuarenta años
aquella generación me repugnó, y dije:
Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso»
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Himno: CRISTO, CABEZA, REY DE
LOS PASTORES.
Cristo, cabeza, rey de los pastores,
el pueblo entero, madrugando a fiesta,
canta a la gloria de tu sacerdote
himnos sagrados.
Con abundancia de sagrado crisma,
la unción profunda de tu Santo Espíritu
lo armó guerrero y lo nombró en la Iglesia
jefe del pueblo.
El fue pastor y forma del rebaño,
luz para el ciego, báculo del pobre,
padre común, presencia providente,
todo de todos.
Tú que coronas sus merecimientos,
danos la gracia de imitar su vida,
y al fin, sumisos a su magisterio,
danos su gloria. Amén.
SALMODIA
Ant 1. Dichosos los que viven en tu
casa, Señor.
Salmo 83 - AÑORANZA DEL TEMPLO
¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los ejércitos!
Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
se alegran por el Dios vivo.
Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido
donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los ejércitos,
Rey mío y Dios mío.
Dichosos los que viven en tu casa
alabándote siempre.
Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al preparar su peregrinación:
cuando atraviesan áridos valles,
los convierten en oasis,
como si la lluvia temprana
los cubriera de bendiciones;
caminan de altura en altura
hasta ver a Dios en Sión.
Señor de los ejércitos, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
Fíjate, ¡oh Dios!, en nuestro Escudo,
mira el rostro de tu Ungido.
Un solo día en tu casa
vale más que otros mil,
y prefiero el umbral de la casa de Dios
a vivir con los malvados.
Porque el Señor es sol y escudo,
él da la gracia y la gloria,
el Señor no niega sus bienes
a los de conducta intachable.
¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre
que confía en ti!
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Dichosos los que viven en tu casa, Señor.
Ant 2. Venid, subamos al monte del Señor.
Cántico: EL MONTE DE LA CASA
DEL SEÑOR EN LA CIMA DE LOS MONTES Is 2, 2-5
Al final de los días estará firme
el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes,
encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán los gentiles,
caminarán pueblos numerosos.
Dirán : «Venid, subamos al monte del Señor,
a la casa del Dios de Jacob:
Él nos instruirá en sus caminos,
y marcharemos por sus sendas;
porque de Sión saldrá la Ley,
de Jerusalén la palabra del Señor.»
Será el árbitro de las naciones,
el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra.
Casa de Jacob, ven;
caminemos a la luz del Señor.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Venid, subamos al monte del Señor.
Ant 3. Cantad al Señor, bendecid su nombre.
Salmo 95 - EL SEÑOR, REY Y
JUEZ DEL MUNDO.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre,
proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones;
porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
Pues los dioses de los gentiles son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado,
tiemble en su presencia la tierra toda;
decid a los pueblos: «El Señor es rey,
él afianzó el orbe, y no se moverá;
él gobierna a los pueblos rectamente.»
Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque,
delante del Señor, que ya llega,
ya llega a regir la tierra:
regirá el orbe con justicia
y los pueblos con fidelidad.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Cantad al Señor, bendecid su nombre.
LECTURA BREVE Hb 13,7-9a
Acordaos de aquellos superiores vuestros que os expusieron la palabra de Dios:
reflexionando sobre el desenlace de su vida, imitad su fe. Jesucristo es el
mismo hoy que ayer, y para siempre. No os dejéis extraviar por doctrinas
llamativas y extrañas.
RESPONSORIO BREVE
V. Sobre tus murallas, Jerusalén,
he colocado centinelas.
R. Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado
centinelas.
V. Ni de día ni de noche dejarán de anunciar el nombre
del Señor.
R. He colocado centinelas.
V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado
centinelas.
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Jeremías 37, 20; 38, 14-28
JEREMÍAS, PRISIONERO, EXHORTA AL REY SEDECÍAS A LA PAZ
En aquellos días, el rey Sedecías ordenó que custodiasen a Jeremías en el patio
de la guardia, y que le diesen una hogaza de pan al día -de la calle de los
Panaderos-, mientras hubiese pan en la ciudad. Y Jeremías se quedó en el patio
de la guardia. El rey Sedecías mandó que le trajeran al profeta Jeremías, a la
tercera entrada del templo; y el rey dijo a Jeremías:
«Quiero preguntarte una cosa: no me calles nada.»
Respondió Jeremías a Sedecías:
«Si te lo digo, seguro que me matarás; y si te doy un consejo, no me
escucharás.»
El rey Sedecías juró en secreto a Jeremías:
«¡Vive el Señor que nos dio la vida!, que no te mataré ni te entregaré en poder
de estos hombres que te persiguen a muerte.»
Respondió Jeremías a Sedecías:
«Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: Si te rindes a los
generales del rey de Babilonia, salvarás la vida, y no incendiarán la ciudad;
viviréis tú y tu familia. Pero si no te rindes a los generales del rey de Babilonia,
esta ciudad caerá en manos de los caldeos, que la incendiarán; y tú no
escaparás.»
El rey Sedecías dijo a Jeremías:
«Tengo miedo de que me entreguen en manos de los judíos que se han pasado a los
caldeos, y que me maltraten.»
Respondió Jeremías:
«No te entregarán. Escucha la voz del Señor, que te comunico,y te irá bien y
salvarás la vida. Pero si te niegas a rendirte, éste es el oráculo que me ha
manifestado el Señor: Escucha: todas las mujeres que han quedado en el palacio
real de Judá serán entregadas a los generales del rey de Babilonia, y cantarán:
"Te han engañado y te han traicionado tus buenos amigos; han hundido tus
pies en el barro, y se han marchado." Todas tus mujeres y tus hijos se los
entregarán a los caldeos; y tu no te librarás de ellos, sino que caerás en
poder del rey de Babilonia, que incendiará la ciudad.»
Sedecías dijo a Jeremías:
«Que nadie sepa de esta conversación, y no morirás. Si los jefes se enteran de
que he hablado contigo, y vienen a preguntarte: "Cuéntanos lo que has
dicho al rey; no nos lo ocultes, y no te mataremos", tú les responderás:
"Estaba presentando mi súplica al rey, para que no me llevasen de nuevo a
casa de Jonatán, a morir allí."»
Vinieron los príncipes y le preguntaron, y él respondió según las instrucciones
del rey. Así se fueron sin decir nada, porque la cosa no se supo. Y así se
quedó Jeremías en el patio de la guardia, hasta el día de la conquista de
Jerusalén.
RESPONSORIO 2Co 6, 4-5; Jdt 8, 23
R. Acreditémonos siempre en todo como verdaderos servidores de Dios:
por nuestra mucha constancia en las tribulaciones, * en las necesidades y
angustias, en los azotes y en las prisiones.
V. Todos los que han sido gratos a Dios han pasado por muchas
tribulaciones, permaneciéndole fieles.
R. En las necesidades y angustias, en los azotes y en las prisiones.
SEGUNDA LECTURA
Del sermón pronunciado por san Carlos Borromeo en el último sínodo
(Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1599, 1177-1178)
NO SEAS DE LOS QUE DICEN UNA COSA Y HACEN OTRA
Todos somos débiles, lo admito, pero el Señor ha puesto en nuestras manos los
medios con que poder ayudar fácilmente, si queremos, esta debilidad. Algún
sacerdote querría tener aquella integridad de vida que sabe se le demanda,
querría ser continente y vivir una vida angélica, como exige su condición, pero
no piensa en emplear los medios requeridos para ello: ayunar, orar, evitar el
trato con los malos y las familiaridades dañinas y peligrosas.
Algún otro se queja de que, cuando va a salmodiar o a celebrar la misa, al
momento le acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero éste,
antes de ir al coro o a celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía, cómo
se ha preparado, qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención?
¿Quieres que te enseñe cómo irás progresando en la virtud y, si ya estuviste
atento en el coro, cómo la próxima vez lo estarás más aún y tu culto será más
agradable a Dios? Oye lo que voy a decirte. Si ya arde en ti el fuego del amor
divino, por pequeño que éste sea, no lo saques fuera en seguida, no lo expongas
al viento, mantén el fogón protegido para que no se enfríe y pierda el calor;
esto es, aparta cuanto puedas las distracciones, conserva el recogimiento,
evita las conversaciones inútiles.
¿Estás dedicado a la predicación y la enseñanza? Estudia y ocúpate en todo lo
necesario para el recto ejercicio de este cargo; procura antes que todo
predicar con tu vida y costumbres, no sea que, al ver que una cosa es lo que
dices y otra lo que haces, se burlen de tus palabras meneando la cabeza.
¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te
entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo;
porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente
estás, pero no de manera que te olvides de ti.
Sabedlo, hermanos, nada es tan necesario para los clérigos como la oración
mental; ella debe preceder, acompañar y seguir nuestras acciones: Salmodiaré
-dice el salmista- y entenderé. Si administras los sacramentos, hermano, medita
lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el
coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas,
medita con qué sangre han sido lavadas, y así hacedlo todo con espíritu de
caridad; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que
inevitablemente experimentamos cada día (ya que esto forma parte de nuestra
condición); así tendremos fuerzas para dar a luz a Cristo en nosotros y en los
demás.
RESPONSORIO 1Tm 6, 11; 4, 11. 12. 6
R. Corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la
caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. * Esto has de
enseñar e inculcar; sé modelo para los fieles.
V. Si propones estas cosas a los hermanos, serás un excelente
servidor de Cristo Jesús.
R. Esto has de enseñar e inculcar; sé modelo para los fieles.
Lunes, 4 de
noviembre de 2019
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,12-14):
En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había
invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus
hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán
invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres,
lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán
cuando resuciten los justos.»
Palabra del Señor
CÁNTICO EVANGÉLICO
Ant. No sois vosotros los que
habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla por vosotros.
Cántico de Zacarías. EL MESÍAS
Y SU PRECURSOR Lc 1, 68-79
Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo.
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas:
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abraham.
Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán Profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tiniebla
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu
de vuestro Padre quien habla por vosotros.
PRECES
Demos gracias a Cristo, el
buen pastor que entregó la vida por sus ovejas, y supliquémosle diciendo:
Apacienta a tu pueblo, Señor.
Señor Jesucristo, tú que en los santos pastores nos has revelado tu
misericordia y tu amor,
haz que, por ellos, continúe llegando a nosotros tu acción misericordiosa.
Señor Jesucristo, tú que a través de los santos pastores sigues siendo el único
pastor de tu pueblo,
no dejes de guiarnos siempre por medio de ellos.
Señor Jesucristo, tú que por medio de los santos pastores eres el médico de los
cuerpos y de las almas,
haz que nunca falten en tu Iglesia los ministros que nos guíen por las sendas
de una vida santa.
Señor Jesucristo, tú que has adoctrinado a la Iglesia con la prudencia y el
amor de los santos,
haz que, guiados por nuestros pastores, progresemos en la santidad.
Se pueden añadir algunas
intenciones libres
Oremos confiadamente al Padre, como Cristo nos enseñó:
Padre nuestro...
ORACION
Conserva en tu pueblo, Señor,
el espíritu que animara a san Carlos Borromeo, obispo, para que tu Iglesia se
renueve siempre y, cada vez más transformada en Cristo, presente ante los
hombres una imagen auténtica de su Señor, Jesucristo, tu Hijo. Él, que vive y
reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los
siglos. Amén.
CONCLUSIÓN
V. El Señor nos bendiga, nos
guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.
Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto
Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita,
pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su
madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el
segundo de los varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el
castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los
primeros años, dió muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años,
recibió la tonsura, y su tío, Julio Cesar Borromeo, le cedió la rica abadía
benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás
estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven,
recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y
no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en
educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de
estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía,
donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería
promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad
de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le
consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos
en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo
de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los
vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de
su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por
periodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de
vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto,
obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia
de que su tío el cardenal de Médicism había sido elegido Papa en el cónclave de
1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino
cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede vacante
de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió
numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de
Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal,
de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las
órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más.
Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre
un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de
órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos podía
despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica.
Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia,
para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió
mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de
instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de
clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados
entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae. Por entonces, juzgó necesario
atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un
palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los
personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias.
Pero en su corazón, estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había
logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y
paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; San Carlos tuvo
el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y,
gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había
hecho todo lo posible por preveer al gobierno de la diócesis de Milán y
remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del Papa
de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El Venerable Bartolomé de
Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y San
Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de
Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que
significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no ignoráis lo que es
vivir en la corte romana. Los peligros son inmenso. ¿Qué puedo hacer yo, joven
inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con
frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo
existiésemos". El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole
que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio
de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su
diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San Carlos se enteró de
que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente con el objeto de
renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le
había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.
Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la
intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San
Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a
cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas
eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió
a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo
tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para
conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la
asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el
constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa
siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones generales y en las
numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchísimo de los decretos
dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a San
Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la
asamblea, de suerte que puede decirse que él fue director intelectual y el
espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento.
En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con
lo cual, San Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo
más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical
para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos
en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde,
recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis.
Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del
Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la
música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán
que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un
estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por
reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito.
Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provisional y
visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda
Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en
la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua
con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas
decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre
la disciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos
oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza
dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el
Papa escribió a San Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el
cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para
asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe
Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en
Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el
santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir
y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en seguida empezó a
trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la
organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un
estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo,
supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las
fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las
mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran
pingües, pero dedicaba la mayor parte de las obras de caridad y se oponía
decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien
ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: "La mejor
manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que
pueda estar". Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración
fúnebre por San Carlos: "De sus rentas no empleaba para su propio uso más
que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una
visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la
noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije
que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al
responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la
púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo
mismo en el verano que en el invierno' ". Cuando San Carlos se estableció
en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30,000
coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas.
Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales,
sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad
de San Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan
liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a
San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó
retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al
año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su
confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor
de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen,
quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis,
y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el mayor respeto
por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningún
sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que
resultase la función.
Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un
gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo
de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que San
Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su
propia casa. Su casa estaba compuesta de cien personas; la mayor parte eran
clérigos, a lo que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen
regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía
aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la superstición y
profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque
muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes,
ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden.
Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples
instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente las medidas
necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan
sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo
y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes
en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes
producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de
los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y
las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra,
los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni
privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades
que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su
propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un
defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi:
"Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural
alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido
obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma
seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían
siempre efecto". San Carlos ordenó que se atendiese especialmente a la
instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la
obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de
fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar,
según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues,
San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que
Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San
Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo
("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar
y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de
San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a
disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación
de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros
se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo,
quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin
escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que
llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a
las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado
amenazó, con ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el
asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil
episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de
considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el
ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a
San Carlos, ya que en la antigua ley un arzobispo gozaba de cierto poder
ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San
Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el
de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado
completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que
la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y
catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por
hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a
los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le
dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la
colegiata de Santa María della Scala (que pretendían estar exentos de la
jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, San Carlos
consultó a San Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha
iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San
Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los
canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo
contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado
se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más
virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los
derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra
parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al
cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para
que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo,
pero acabaron por doblegarse.
Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos
corrió un peligro todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que
contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras,
se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati
estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto,
intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones
de San Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un
complot para asesinar a San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo
Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de
oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de
octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San
Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los
presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento
en que entonaban las palabras, "Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me
envió", el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió
escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos, pensando que
estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios. En realidad la bala sólo
había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el
santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San
Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar
nuevamente su vida a Dios.
Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los
Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos
católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la
disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al
siguiente, Milán atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda
para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer
diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado
bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de
vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al
cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y
así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder
civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de
reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con
el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse,
envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y
prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un
magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos
públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del "cuidado
pastoral" que ensalza el oficio de la fiesta de San Carlos. Su tarea
principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta
ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes
comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió:
"¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!"
Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto
éxito tuvieron. Por otra parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y
once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de
sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una
larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto:
"¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?" El santo
fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de
jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se
aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación
sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año
siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes
de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de
suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San
Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no
fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los
superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se
ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien San Carlos hospedó en su
propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole
en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros
magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San
Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos,
moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo
arrancó lágrimas a San Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de
los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al
hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San
Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo
grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres,
los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal
hasta la catedral, durante las precesiones. Se colocó a los enfermos en las
casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los
sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en
las en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las
ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia,
organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los
moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste
duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese
período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a
San Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo
infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez
de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, San Carlos decidió
reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los
canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos.
En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena
de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos
predicó ante él: era el Beato Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde
había de morir por la fe en Londres. Poco después, San Carlos le dio la primera
comunión a Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó
mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había
reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase
demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos fue enviado a
Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo
contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y
hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el
santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba
de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas
protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva
hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante
pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído
enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero,
en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó: "¡Estoy
curado!" El santo le dio la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya
pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de San
Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara
de plata.
En el año de 1584, decayó más la salud del santo. Después de
fundar en Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió en octubre, a
Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J.
Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo
de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes,
partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La
víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el
lecho, pidió los últimos sacramentos "inmediatamente" y los recibió
de manos del arcipreste de su catedral.
Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió
apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras "Ecce venio". No
tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se
propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un
segundo Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para
que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de
requiem, sino una misa solemne.
San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1ro de
noviembre de 1610.